LA NUEVA ESPAÑA 12/09/2001
Recibo una carta técnicamente anónima (viene sin firmar) en la que el comunicante, de manera educada, niega que los maquis encontraran siempre refugio en Sotres y que no se hubieran producido delaciones en ese pueblo del corazón de los Picos de Europa.
A modo de ejemplo me cita a un matrimonio que fue arrojado a una torca en las proximidades de Pandébano. Yo cuento lo que me cuentan, y esta historia terrible no me la contaron. Naturalmente, la pasada guerra civil de 1936-1939 no se produjo entre monstruos de una parte y hermanitas de la caridad de la otra. En tiempos de Franco, los buenos eran los azules y los malos los rojos, y hoy sucede exactamente lo contrario: los azules fueron unas fieras y los rojos heroicos defensores de la democracia, de la solidaridad y de otros altos ideales en la actualidad en boga. Es decir, que entre el totalitarismo de Hitler y la «democracia» de Stalin, poco queda donde elegir, y los que defienden la bondad intrínseca de los vencidos sólo pueden apoyarla en que dispusieron de menos tiempo para hacer de las suyas. En lo demás, unos y otros justificaron con creces aquella frase de Antonie de Saint-Exupéry que rezuma espanto: «Aquí fusilan como quien tala».
A este respecto, me llega un folleto titulado «Corazón generoso», de Máximo Velasco Vázquez. No sé si será «políticamente correcto» aludir a esta obra en estos tiempos de posfelipismo, pero se trata de un testimonio sobre la guerra civil tan válido como cualquier otro, y que demuestra que no sólo hubo «topos» entre los derrotados del bando republicano, o entre los judíos bajo la dictadura nacionalsocialista, de quienes nos queda el estremecedor diario de Ana Frank. Este texto, subtitulado «Andanzas de un asturiano cavernícola o la protección de la Virgen María», fue publicado en 1938 por cuenta de su autor, y ahora su sobrina lo reimprime, con una cita de Fray Luis de Granada a modo de frontispicio: «Callar es desagradecimiento y hablar parece temeridad».
Maximino Velasco Vázquez había nacido en Casovida de Lena, siendo su madre natural de Boo (Aller). Hizo estudios con los Dominicos, y posteriormente emigró a Argentina y México. En 1920, con 37 años de edad, regresa definitivamente a España, contrayendo matrimonio en Jomezana y trabajando como maderista y guardia jurado de la empresa S. H. E. Maximino fue vecino sucesivamente de Jomezana, Boo y Ujo, y a causa del asma que padecía, solía desplazarse para reponerse al balneario de Caldas de Luna, en la provincia de León. Allí le sorprende el estallido de la guerra civil de 1936. El domingo 19 de julio, Maximino decide regresar a Asturias, cosa que hace a caballo, en compañía de su mujer y de su hermano, que había ido a buscarle, atravesando las montañas. Avanzada la tarde llegan a Telledo, y al atardecer entran en Jomezana. Ante las alarmantes noticias, Maximino y su mujer deciden quedarse en Jomezana. Allí fueron a detenerle dos jóvenes que decían actuar en nombre del comité de guerra de Boo, ambos vestidos de mono y con pistolas. Maximino observa que el que actuaba de jefe (con mayúsculas) llevaba la pistola «no a la cintura, como la trae todo hombre honrado, sino a la barriga». A partir del 13 de agosto, empieza el calvario de Maximino, al cual sólo se le podía reprochar «no prestarse a ser recuadro de arrieros y ser español y asturiano». El viaje, en un coche requisado a un vecino de Moreda, se hace interminable, entre controles e interrogatorios. Finalmente, dejan atrás el pueblo de Santomiliano, y frente a las minas del Cantil, en una de las curvas de la carretera, el coche se detiene, apagan las luces y obligan al detenido a que salga del coche, y una vez afuera, disparan contra él. Aunque herido, logra huir, escondiéndose en el interior de una mina. Luego se interna en el monte. Se ve obligado a comer hierbas y moras verdes; por fortuna, el agua no le falta. Vive en cuevas y reza mucho; días como el 6 de septiembre, que puede anotar que lo pasó «tranquilo y sin sobresaltos» son para él una bendición. Al cabo de cuarenta y una noches montaraces, puede dormir bajo techo, sobre las duras tablas de un banco y con un madero de almohada. El hombre acosado se conforma con todo, fundamentalmente con seguir vivo. Encuentra al fin a un protector, y gracias a él se reintegra, bien que muy tímidamente, a las formas de la vida civilizada. Se esconde en una finca de monte llamada Otero del Canto, y continúa su existencia desgraciada, «por la única causa de ser buen carca y buen cavernícola: por ser español puro». Y así va pasando la guerra civil en Asturias, hasta que el 22 de octubre de 1937, Maximino Velasco Vázquez regresa a la calle como una persona. No es de extrañar que anote alborazado en su diario los gritos de rigor. Así son las guerras civiles, según Unamuno, las más legítimas de todas; y las más brutales. Antes o después, todos pierden.
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