El CATOBLEPAS Nº 39 - mayo 2005
1. El «Poema histórico», que acabamos de esquematizar, tiene la arquitectura de un drama, más que la de una tragedia.
En efecto, el Poema arranca de la suposición de un estado elevado y maduro de equilibrio dinámico (de dignidad y de satisfacción política, incluso de bienestar o felicidad social en marcha) propiciado por la condición de democracia republicana que España habría alcanzado en 1931, «sin romper un solo cristal»; un estado de equilibrio que habría sido bárbaramente destrozado por los golpes asesinos de algunos fanáticos reaccionarios (Franco a su cabeza), que apoyados por Potencias extranjeras, condujeron a su degradación como Estado, hasta alcanzar los límites más abyectos de una Dictadura despótica, que mantuvo aterrorizados a los españoles durante casi cuarenta años. A pesar de lo cual el «Pueblo» habría logrado, aunque lentamente, recuperar poco a poco su dignidad y su libertad. Los guerrilleros habrían constituido acaso la parte más heroica de ese pueblo en el proceso de su resurrección. Resurrección que, finalmente, muerto Franco, habría tenido su expresión formal en 1978, cuando el Pueblo «se dio a sí mismo» la Constitución democrática, mediante la cual pudo recuperar la dignidad política, la libertad, la justicia y hasta la felicidad (el bienestar).
Y es desde este «amplio horizonte», abierto por el Poema, como se hace posible reparar, mediante este ejercicio de memoria histórica, la injusticia del olvido que los guerrilleros maquis habían venido padeciendo en los largos años de amnesia en los que ellos fueron materia tabú, no sólo por parte del franquismo, sino acaso también –insinúan algunos– por parte del Partido Comunista de España, a raíz de su cambio de estrategia hacia la vía pacífica y democrática de la «reconciliación nacional».
Las tragedias personales y familiares centradas en torno a los guerrilleros muertos serán irreversibles; pero el «ejercicio de la memoria histórica» que el Poema histórico que comentamos nos ofrece, permitirá al menos descargar a la historia misma de su condición trágica, transformándola en un drama histórico, puesto que, según el Poema, ya no cabrá hablar de muerte política, de derrota irreversible de las guerrillas, sino de herida permanente o de resurrección política y aún más, de victoria. «Vosotros (dice Alfonso Guerra a los guerrilleros supervivientes) sois los vencedores.»
2. Pero este Poema, mediante el cual se intenta no ya sólo rescatar del olvido a los maquis, sino incorporarlos, en primera línea, al proceso glorioso de la conquista de la libertad y de la democracia, conseguida en 1978, es sólo una ficción poética. O, dicho de un modo más grosero, un cuento.
Pero un cuento a través del cual actúa una ideología, una filosofía según algunos, bastante precisa, a saber, la ideología de las «izquierdas progresistas». De estas izquierdas que, enfrentándose a la visión «reaccionaria» de la derecha (que desconfía de todo progreso en la Tierra y sólo confía su felicidad al Cielo) han logrado cristalizar una «visión del Mundo y de la Historia» capaz de ofrecer la posibilidad de un «progreso global» laico, desplegado en la misma Tierra, y sin necesidad de las metafísicas promesas de quienes enseñan que el Reino de la Humanidad no es de este mundo. El Poema que estamos analizando sería un episodio, en forma de fractal, de ese curso progresista y grandioso del «Género humano» en u lucha hacia la Libertad, la Justicia, la Solidaridad, la Paz y la Felicidad.
No es esta la ocasión de desmontar el edificio fractal del Poema histórico progresista en todas sus partes. Lo que sigue son sólo indicaciones de algunas de las líneas de fractura que cabe observar, ya a primera vista, en nuestro edificio poemático (y que, por lo demás, ya han sido observadas muchas veces desde otros puntos de vista). Indicaciones de líneas de fractura que habrá que profundizar y demostrar mediante análisis circunstanciados, en el terreno histórico, sociológico, económico, &c.
3. El primer indicio de una línea de fractura del Poema lo pondríamos en el supuesto principal en el que se apoya, a saber, en la visión de la República de 1931 como un «estado de maduro equilibrio democrático» al que la sociedad española habría podido llegar tras las épocas de la Monarquía, que conservaba aún demasiados estigmas del Antiguo Régimen. Delenda est Monarchia, había sentenciado Ortega.
La Monarquía fue destruía, pero la Segunda República difícilmente podría considerarse como un régimen de «equilibrio dinámico» capaz de sustituir entonces al secular régimen monárquico, ya fuera en la fase absolutista del Antiguo Régimen, ya fuese en la fase más moderna de la Monarquía constitucional. La Segunda República, como nuevo régimen de equilibrio dinámico, sólo existió sobre el papel.
El equilibrio dinámico no fue más allá de donde alcanzó el consenso provisional conseguido entre unas élites constituidas por legistas y profesionales laicos, que capearon como pudieron las demandas, por una parte, de las corrientes comunistas que trataban de abrirse paso en el seno de la socialdemocracia y, sobre todo, de los sindicatos anarquistas, y por otra parte los impulsos secesionistas de los vascos, de los catalanes y, en menor medida, de los gallegos. (Impulsos secesionistas que se habían generado a partir de ciertas élites cuya tenacidad hizo posible que se fueran extendiendo a sucesivos círculos concéntricos de las poblaciones respectivas.) Es lo que se expresa en la fórmula: «La República fue una república burguesa», fórmula dibujada desde la perspectiva marxista o bakuninista.
La Segunda República, según esto, no podría tomarse como un sujeto político, identificado con «la Izquierda», menos aún como «una de las dos Españas que han de helarte el corazón»; una sustantividad debida a otro de los poetas que tanto han contribuido a la metafísica ideológica de la izquierda socialdemócrata, Antonio Machado, «que hacía camino al andar».
La Segunda República no fue el primer acto en el que la unidad histórica de las izquierdas españolas progresistas hubiera fraguado frente a la derecha reaccionaria, conservadora y «cavernícola». La Segunda República surgió de un consenso superficial y frágil entre diversas corrientes o generaciones de izquierda que eran incompatibles entre sí. Y la incompatibilidad entre esas corrientes de izquierda era en muchos casos mayor que la que pudiera existir entre algunas corrientes de izquierda y la derecha: republicanos radicales, liberales, anarquistas, socialdemócratas o comunistas. Sabido es que la CNT no aceptó, ya desde los primeros momentos, a la República.
4. ¿Y el Frente Popular? ¿Acaso el Frente Popular, que, de hecho, ya se había constituido, aún sin este nombre, a propósito de la «Revolución de Octubre» de 1934, aunque de derecho sólo cristalizó poco después, al compás de las elecciones de 1936, no fue la expresión de la unidad compacta («Frente») del pueblo unido español contra el fascismo, triunfante en Italia, y en Alemania, y emergente en Austria y en España?
Así lo creen quienes siguen apegados a las fórmulas ideológicas (entendidas emic) de los propios creadores del rótulo «Frente Popular». Solo que ese Frente Popular, en su origen, no era el frente de un oleaje popular contra el fascismo (o mejor, contra el nazismo), sino, sobre todo, el frente de un oleaje comunista contra el capitalismo. De aquí el equívoco fatal de la «lucha del Frente Popular contra el fascismo», porque este Frente Popular estaba alimentado también por las corrientes que se «enfrentaban» también tanto o más que contra el nazismo (o el fascismo), contra las democracias capitalistas de Europa y América (que son las que apoyaron a Franco, aunque las izquierdas no lo advirtieran entonces). Este equívoco es el que impedía a tantos republicanos (y sobre todo a los guerrilleros) invocar a la República democrática como a una referencia segura, y a percibir como traición el comportamiento de las democracias aliadas. Pero ni Francia, ni Inglaterra, ni Estados Unidos estaban traicionando a «la Izquierda» al apoyar a Franco, y lo apoyaron cautelosamente ya en transcurso mismo de la Guerra Civil española, y abiertamente cuando la Segunda Guerra Mundial comenzó a dar la victoria a los aliados; y, de un modo decidido, cuando la Guerra Fría dividió al mundo en dos bloques, llamados precisamente el bloque democrático (el «Mundo libre», en el que militaban precisamente aquéllas potencias que habían apoyado a Franco) y el bloque comunista (el «Mundo soviético»).
La España de Franco quedó, a la postre, en el «campo de gravitación» del mundo libre que, al cabo de los años, pudo presenciar cómo el mundo del comunismo soviético se reducía a escombros (sin que el Partido Comunista de España, junto con otros partidos comunistas europeos, quisieran reconocerlo, mediante la maniobra ideológica de desmarcarse de la Unión Soviética, bajo la bandera del eurocomunismo).
El Frente Popular en España no fue, según esto, la expresión de una «unidad de la Izquierda» que habría comenzado a tomar forma política contra la derecha reaccionaria en la Segunda República. Puede resultar extraño que las izquierdas españolas acogieran clamorosamente la forma ideológica (metafísica) de «Frente Popular», y no aprovecharan la idea de «bloque histórico» acuñada por Gramsci, el fundador del Partido Comunista de Italia. Sin embargo, cabe explicar esta «incoherencia» (para un marxista leninista, que seguía hablando de renegado Kautsky) apelando a dos motivos convergentes: que Gramsci era entonces prácticamente un desconocido, y que la ideología metafísica, alimentada por el poeta, de las dos Españas (Izquierda profunda y luminosa, y derecha conservadora y tétrica), favoreciera la idea, a su vez metafísica, del Frente Popular; ideología que habría prevalecido incluso en el supuesto de que la idea de bloque histórico hubiera sido conocida suficientemente.
Brevemente: la Segunda República, y, más concretamente, el Frente Popular, no fueron expresión de una supuesta e imposible «profunda unidad de la Izquierda», que casi en el momento mismo de su constitución se vio forzada a enfrentarse con el fascismo. La Segunda República, y en concreto, el Frente Popular, fueron la expresión de un bloque histórico entre partidos políticos, sindicatos y corrientes heterogéneas enfrentadas a muerte entre sí, pero aliados coyunturalmente en virtud de una solidaridad que –como todas las solidaridades– se establecía siempre contra terceros (contra la solidaridad de unos terceros).
Fue primero la «solidaridad» del Pacto de San Sebastián; después la «solidaridad» de la Comuna asturiana de 1934; más tarde la «solidaridad» del Frente Popular propiamente dicho, la «solidaridad» de las milicias republicanas durante la Guerra Civil.
Pero la solidaridad de un bloque histórico no anuló las diferencias e incompatibilidades de las partes que se habían solidarizado coyunturalmente en el bloque. Cada parte –cada partido o corriente– seguía su propia ruta, y se limitaba a ajustar el ritmo de su paso al de sus aliados, en el momento de pasar el desfiladero. Pero en cuanto lo atravesaron, seguirían su camino y sólo considerarían como traición o deslealtad el proceder de quienes habían creído en la metafísica de la unidad de la Izquierda.
Ya en el efímero curso de la «Comuna asturiana» se manifestaron los conflictos entre anarquistas, comunistas y socialistas. Y durante la larga Guerra Civil estos conflictos tuvieron ocasión de tomar cuerpo («revolución social antes que victoria militar», de los anarquistas; «victoria militar y después revolución social», de los comunistas). Y, según muchos, estos conflictos fueron una de las principales razones que explican la derrota de la República, razones más poderosas que las ayudas a Franco de las potencias fascistas. Ayudas que, como las ayudas a la República de las potencias aliadas, eran también «ayudas de solidaridad», por tanto, ayudas selectivas contra terceros. Dicho de otro modo: no eran «ayudas a la Segunda República», ni a la democracia republicana española, ni a la recuperación de la «legalidad republicana» amenazada por el 18 de Julio. Stalin no ayudaba a «la República», sino a los comunistas que en ella actuaban, cada vez con mayor vigor; las «Brigadas Internacionales» no se reclutaban entre fervorosos admiradores de esa «legalidad republicana» que se encontraba en peligro, sino principalmente entre comunistas o filocomunistas que apoyaban la posibilidad de contribuir a la revolución en España. Y, por su lado, los aliados (los Gobiernos y, por lo menos, la parte del electorado que los sostenía, pero no los Gobiernos contra el «pueblo») tampoco ayudaban a «la República», que no era una entidad susceptible de ser apoyada como tal, sino a aquellas partes que, a su vez, se enfrentaban con el fascismo pero, sobre todo, contra el comunismo. Por ello ayudaban todo lo que pudieron a Franco, primero encubiertamente, después abiertamente, sin que por ello se les pudiese acusar de «traición». En cualquier caso la categoría «traición» es de orden más bien psicológico que político, porque lo que desde fuera puede verse negativamente como traición, o deslealtad, tiene también sus propias causas positivas. Y esto significa que apelar a la «traición» –como parece apelar el Poema– es un modo de evitar la explicación histórico política de los acontecimientos, enmascarando sus causas con descalificaciones psicologistas que sólo revelan la ingenuidad de quienes se sintieron decepcionados o traicionados.
5. Pero hay mucho mas, lo más importante, cuando lo contemplamos desde el 2005, en el que se vuelven a situar en el primer plano las reivindicaciones secesionistas de los nacionalismos vasco y catalán –por no citar otros–, reivindicados abiertamente unas veces, y veladamente otras, mediante el eufemismo del «Estado federal asimétrico».
Me refiero, desde luego, a la fragilidad de esa supuesta unidad de equilibrio dinámico que la Segunda República habría significado. Porque durante ella afloraron las líneas del separatismo más radical, a propósito de la cuestión de los «Estatutos». Durante la Guerra Civil la cuestión de los «Estatutos» se puso entre paréntesis por las exigencias del bloque histórico, y no ya sólo ante los partidos nacionales, sino ante los partidos nacionalistas y separatistas. Esta cuestión se mantuvo fuera de foco durante los años del franquismo. Pero en los mismos días de la «transición a la democracia» (y con todos los precedentes que se quieran) la cuestión de las nacionalidades volvió a aflorar, y aunque las pancartas intentaban diluir la cuestión en formas más amplias –«Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía»– lo cierto es que como «nacionalidades históricas» se reconocieron aquellas que en la República habían alcanzado el Estatuto o habían estado próximas a alcanzarlo.
6. ¿Y cómo puede decirse que la transición fue el proceso mediante el cual los ideales de «la Izquierda» lograron recuperar de nuevo el equilibrio dinámico de la legalidad republicana, destruido por Franco? No puede decirse semejante cosa, sencillamente porque no sólo la Constitución de 1978 no fue una restauración de aquella legalidad democrática que Franco había conculcado, sino la metamorfosis y consolidación de una monarquía dinástica que las propias Cortes franquistas habían ya proclamado y asegurado.
¿Y acaso las fuerzas que impulsaron la transición hacia la democracia fueron siquiera las fuerzas de la «izquierda progresista», cuya punta de lanza más heroica hubieran sido las guerrillas? En modo alguno: las guerrillas no fueron, a confesión de parte, quienes mantuvieron, en la postguerra, la «llama de la República». En un principio los guerrilleros fueron sólo «huidos», la mayoría, sin duda, por motivos políticos, o como vencidos en la Guerra. Pero sin olvidar tampoco aquellos huidos, bastantes, que temían tener que dar cuenta de crímenes de sangre, penales y no sólo políticos. Sólo más tarde se organizaron los huidos como un «ejército», bajo la inspiración principalmente del Partido Comunista, el mismo Partido que, en su momento, y por iniciativa de Stalin, determinó disolverlos. No ponemos en duda el heroísmo de tantos guerrilleros, su vigor, su firmeza y su generosidad («la experiencia de la solidaridad que conocí en la guerrilla –viene a decir uno de los guerrilleros, Saltor, de 84 años– justifica mi recuerdo» [mi «memoria histórica»]). Lo que no es posible olvidar es que experiencias de solidaridad similares se encuentran también entre los «guerrilleros de ETA», como se encontraban entre los voluntarios del Rey don Carlos.
¿Cual fue la contribución de ese heroísmo guerrillero en el proceso evolutivo de España desde el franquismo hasta la transición democrática? No dudamos que los guerrilleros pudieron ser un ejemplo de valor y combatividad para los movimientos estudiantiles del franquismo posterior o para Comisiones Obreras, como dice Santiago Carrillo. Lo que se discute es qué peso hay que atribuir, en el proceso de transición, a los movimientos estudiantiles y a los movimientos sindicales.
Sencillamente, no nos parece que pueda tomarse en serio el esquema ideológico de la acción de una «izquierda democrática» que, tras largos años de lucha, habría logrado dar la vuelta a un régimen dictatorial, que había mantenido a la sociedad española paralizada por el terror, entre las rejas de la más negra reacción medieval e inquisitorial. Este esquema dualista –el modelo Machado– es, a mi juicio, infantil.
Sin olvidar la dureza de la «represión franquista» –represión que quienes atribuyen a las guerrillas la consideración de un ejército organizado de 70.000 hombres tendrían que reconsiderar también como una continuación de la Guerra Civil– hay que constatar que esa represión fue muy selectiva y, aunque muy amplia, no afectó a la mayoría de la población, que pudo seguir viviendo en el interior durante muchas décadas. Una gran mayoría de la población (en la que se integraron muchos militantes de los partidos de izquierdas liberales, anarquistas, comunistas o socialdemócratas) no permaneció como una sociedad parada, inmovilizada por el terror, y dispuesta a saltar en la primera ocasión. La prueba es que «no saltó», contra las previsiones fantásticas de los ideólogos, cuando se produjeron los primeros pasos de la «invasión» del Valle de Arán. La sociedad que había ido formándose en el franquismo no fue la «sociedad paralizada por el terror a la dictadura franquista» que supone el Poema progresista. Fue una sociedad formada precisamente por los vencedores de la Guerra Civil, y de todos aquellos que pudieron integrarse en ella. Una sociedad que lejos de permanecer inmóvil fue evolucionando, y determinó que las corrientes más radicales fueran transformándose a la par del desarrollo social, económico o tecnológico. Los movimientos estudiantiles perdieron muy pronto su radicalismo, y otro tanto ocurrió con los movimientos sindicales: el entrismo en los sindicatos verticales equivalió, en general, a una pseudomórfosis que transformó a los sindicatos de clase en sindicatos democráticos con tendencia a mantener una neutralidad política y a integrarse en el Estado de bienestar.
La transición, en resumen, puede verse también como el mismo proceso de evolución o metamorfosis pacífica de una sociedad que se mantuvo siempre (ya desde la dictadura de Primo de Rivera, apoyada por los sindicatos socialistas) en el campo gravitatorio de las democracias de mercado, que son las que ayudaron al desarrollo económico y político de esta sociedad durante la Guerra Fría, precisamente porque veían en el franquismo, incluida la Iglesia católica, la mejor garantía contra el comunismo soviético: seguridad social, Seta 600, viviendas sociales, vacaciones, &c. La Constitución de 1978 formalizó y consagró a través de un nuevo consenso una situación ya muy madura, como lo prueba el hecho de que hubo que esperar a que Franco muriera como Jefe de Estado; lo que fue posible gracias a la transformación y adaptación a las que se sometieron los partidos socialistas y comunistas (segregación del leninismo, luego del marxismo, aceptación de la monarquía...).
La transición echó a andar la democracia parlamentaria y el estado de derecho, en el juego de partidos políticos cada vez más ecualizados de hecho, y aún en sus propios programas (una vez extinguidos los grupúsculos radicales). Es evidente que la nueva situación significó un cambio trascendental, en el plano personal, para todos aquellos que aún permanecían en el exilio o en la cárcel. Significó también la posibilidad de una homologación de España con los otros países democráticos, después de la caída de la Unión Soviética. Lo que a su vez demuestra, que la evolución de la sociedad española hacia la democracia no puede considerarse sin más como una victoria conseguida únicamente por los «enemigos del franquismo» que ya trabajaban durante el franquismo, sino por las propias tendencias sociales o políticas que maduraron en el franquismo, a escala mucho más amplia.
En esta evolución, cuando la democracia alcanza ya su «velocidad de crucero», se advierte la acción de dos tendencias de estirpe en principio muy diferente: la tendencia a la ecualización de los partidos políticos de derecha y de izquierdas, y la tendencia a la disgregación de la unidad política de España en la forma de la construcción de unas democracias resultantes de la secesión de ciertas comunidades autónomas. El enfrentamiento de los españoles a través de los partidos políticos ecualizados se entreteje con los enfrentamientos de los españoles a través de los nacionalismos secesionistas. El problema que España tiene planteado en el presente es antes el problema de su unidad, que cualquier problema de enfrentamiento entre derecha e izquierdas.
IV. Sobre el funcionalismo de los ejercicios de la «memoria histórica» en general y de la «memoria de los maquis» en particular
1. La hipótesis que presentamos acerca de los motivos que mueven los ejercicios de la «memoria histórica», en general, y de la «memoria de los maquis», en particular, es esta: que, sin perjuicio de reconocer la importancia de las fuentes sentimentales que siguen manando en los familiares, o en los camaradas de quienes fueron víctimas del franquismo, o en los propios supervivientes, habría que reconocer también el funcionalismo político de estos ejercicios de memoria histórica, y ello en dos frentes principales, que se conforman a distinta escala, aunque están profundamente interrelacionados. Un frente estrictamente vinculado a la política real de la democracia parlamentaria (organizada en torno a los partidos políticos con listas cerradas y bloqueadas), y un frente vinculado a la ideología de determinados partidos políticos de izquierdas. Una ideología muy alejada, en ocasiones, de la política real, pero no por ello independiente de la misma: en cierto modo podría afirmarse que estos dos frentes no son sino la manifestación, en lugares distintos, de un mismo impulso.
2. Por lo que se refiere al frente de la política real de los partidos políticos de la democracia: suponemos que la transición fue poco a poco entendiéndose, por los diversos partidos (tras la muchas fluctuaciones que oscilaban entre el entusiasmo inicial hasta el desencanto), como una «victoria de la democracia». Esta conciencia de la victoria democrática muy pocas veces se entendió como una victoria común. Desde los partidos de izquierdas se entendió como una victoria contra la dictadura franquista y contra la derecha; desde los partidos o corrientes que se habían incubado en el seno del franquismo, entre ellas las corrientes monárquico dinásticas, como una victoria contra la férula que Franco y sus Cortes mantenían sobre la institución monárquica, pero también contra las izquierdas radicales.
Ahora bien. Estas diferencias de interpretación de la «victoria democrática» fue tomando cuerpo en la oposición bipartidista entre «las izquierdas» (PSOE e IU, principalmente) y «la derecha» (primero UCD, luego PP). Oposición que se cruzó enseguida con las bifurcaciones nacionalistas de los partidos de izquierdas o de los de derecha (PNV, CIU), &c.
La tendencia a la ecualización de los partidos de ámbito nacional (PSOE, PP) determinará que en la práctica las diferencias en el entendimiento de la transición democrática fueran perdiendo continuamente apoyos empíricos, referidos a planes y programas concretos, o a modos de gestión. De ahí la necesidad de «recuperar» las llamadas «señas de identidad» originarias que las izquierdas habían asumido en su «lucha contra el franquismo». Esta recuperación no podía tener otra salida que la identificación del adversario (de la «derecha», del PP) con el franquismo. De este modo, la recuperación de la «memoria histórica» se convirtió, cada vez más, en instrumento del enfrentamiento electoral de los «partidos de izquierdas» contra los «partidos de derecha», considerados por aquellos como herederos vergonzantes del franquismo o del fascismo (con frecuencia se equiparaban en muchos dibujos el bigote de Aznar y el de Hitler).
Si la práctica de la política cotidiana de los gobiernos atenuaba el supuesto derechismo de los partidos antiguos de la izquierda, más aún, si esta práctica llevaba muchas veces al PP a dar pasos que incluso pisaban los caminos que anteriormente las izquierdas habían considerado como de su exclusiva propiedad, la única forma de mantener las diferencias era volver a los orígenes, mediante la identificación del PP con los herederos del franquismo. De este modo, la inanidad política de la distinción entre izquierdas y derecha aplicada al presente pretendía ser sustituida (puesto que los partidos nacionales no se atrevían a desplazar las diferencias entre los partidarios de la unidad de España y los partidarios de su despedazamiento) por una supuestas diferencias históricas dibujadas, gracias al olvido sistemático de todo cuanto los partidos de izquierdas del presente tomaron del franquismo, y entre otras cosas, la estructura de los sindicatos y el Título II de la Constitución.
3. Por lo que se refiere al «frente ideológico»: la democracia parlamentaria tiende a borrar las diferencias en España entre los partidos de izquierdas y de derecha. El recurso a la historia, a la memoria histórica, al pasado, a fin de mantener vivas esas diferencias, sólo es eficaz cuando existe una vinculación sentimental (familiar, sobre todo) de los gestores de izquierdas del presente con sus antecesores, pero se debilitan en la medida en que estos vínculos van desapareciendo con el tiempo. Se abre entonces la necesidad de una representación del futuro como lugar propio para dibujar las diferencias entre los partidos enfrentados en el juego de la democracia parlamentaria. Por decirlo así, las diferencias irán a buscarse en un lugar en donde la representación del futuro pueda cobrar la apariencia de un cuerpo positivo, a saber, en los proyectos de nuevas naciones democráticas, como Euzkadi o Cataluña; pues democráticamente Euzkadi o Cataluña, o cualquier otro grupo que postule su autodeterminación, se reconocerá tan democrático como otro cualquiera. Ahora las izquierdas, fundándose en el principio de la autodeterminación de los pueblos, derivarán hacia el federalismo, como seña de identidad contra la derecha. La idea básica será la idea del pueblo que se autodetermina; un pueblo que sólo puede tomar cuerpo a través de la historia ficción fabricada por los políticos responsables de cada «historia nacional».
Pero sobre todo, la ideología de las izquierdas se orientará también hacia la «Humanidad», hacia el «Género humano», hacia la metafísica de la Paz kantiana y de la Solidaridad humana (en relación con los problemas de la inmigración, de la libertad –tolerancia, matrimonios homosexuales– y de la felicidad). Todas estas metafísicas se englobarán en la ideología del progreso global y de la alianza de las civilizaciones. Se supondrá que el Género humano se desenvuelve históricamente siguiendo una ley de progreso global, y «la izquierda» acusará ahora a la derecha de seguir anclada en la visión propia del Antiguo Régimen, que, amparándose en la Teología, tomaba como guía última de su política a las tres virtudes cardinales: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Las izquierdas, al acogerse al espíritu del drama, han aborrecido el sentido de la tragedia, pero también la distancia propia que hay que mantener tanto respecto del drama como respecto de la tragedia. El espíritu del drama les preocupa, eso sí, al tener que poner la esperanza en el reino celestial, pero al mismo tiempo les mantiene prisioneros en el reino de Babia (y digo esto inspirado en el luminoso artículo de alerta que Pedro Insua ofreció en el número último de El Catoblepas). Sin embargo las izquierdas parecen haber heredado del antiguo régimen los ideales ligados a las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, situadas en el futuro, aunque secularizadas según la norma del laicismo.
En lugar de la Fe, se pondrá a la Ciencia; en lugar de la Esperanza (en la vida eterna) se pondrá el Progreso (como esperanza en el futuro de la vida terrenal); en lugar de la Caridad se pondrá la Solidaridad, que englobará, ahora ya, a todos los seres humanos. (La solidaridad implica la Paz entre las diferentes sociedades que hayan podido alcanzar la libertad política entendida como autodeterminación democrática universal y, por tanto, republicana.)
4. Ahora bien: la ideología del Progreso no se desarrolla independientemente de la memoria histórica. Por el contrario, constituye una guía imprescindible para organizar esta memoria histórica de un modo armónico y coherente.
En realidad, cabría decir, todo ejercicio de memoria histórica sólo puede alcanzar su ejercicio político cuando las secuencias de hechos recordados puedan reordenarse en la Ley del Progreso. Porque es entonces y sólo entonces cuando los que fueron vencidos podrán sentirse redimidos por su contribución al progreso de la Humanidad. Quienes fueron despreciados u olvidados, podrán ser rehabilitados como héroes cuyos esfuerzos no fueron vanos.
Esto exige disponer de definiciones de plataformas de progreso postuladas como logros intermedios alcanzados, gracias a la ley del progreso global, y gracias a la contribución de quienes se consideraron vencidos, pero que ahora pueden ser vistos, a una nueva luz, como vencedores. Pero para conferirles la condición de vencedores, es necesario que haya vencidos. En el caso de las guerrillas: los vencidos terminarán siendo los falangistas, o los franquistas. Y, a su vez, la ley exigirá que quienes se consideran hoy vencedores del franquismo, las izquierdas que se dibujan por oposición a la derecha parlamentaria actual, pongan también a esta derecha como continuadora de aquel franquismo vencido.
El ejercicio de la memoria histórica en general, y de la de los maquis en particular, es, según esto, un ejercicio de memoria contra los adversarios políticos. Recordar es recordar contra alguien. Recordar a los maquis es recordarlos contra el régimen de Franco, recordarlos contra los falangistas y contra la Guardia Civil corrupta y asesina, y por tanto, contra la derecha actual, en tanto que continuadora vergonzante de aquel franquismo. Pero también es recordarlos, por parte de un partido (el PSOE, por ejemplo), contra el recuerdo que de ellos pudiera tener otro partido (por ejemplo, el Partido Comunista). Pues ambos mantienen posiciones diferentes y contrapuestas ante los guerrilleros; diferencias que resume muy bien el historiador y viejo amigo Francisco Palacios en un artículo publicado en La Nueva España de Oviedo el pasado 11 de marzo:
«A escala nacional, aunque los comunistas trataron de dotar a la guerrilla de una estructura sólida, lo cierto es que los guerrilleros carecieron de un común mando jerárquico. Los distintos focos se comportaban como feudos independientes. Hubo igualmente intentos de unidad de acción de socialistas y comunistas. Pero sus estrategias diferían sustancialmente. Las guerrillas eran para los socialistas un objetivo defensivo, un modo de testimoniar la existencia de una oposición al franquismo, y de intentar reorganizarse políticamente en el interior de España. Los comunistas optaron por la vía insurrecional y desplegaron una intensa actividad guerrillera.»
Sin embargo la cuestión es esta: ¿por qué la resistencia a reconocer como una auténtica tragedia –y no como un drama– las gestas de las guerrillas? Seguramente esta resistencia deriva de la creencia en la «ley del progreso global». Esta ley impone a todo ejercicio de memoria histórica la determinación de las razones por las cuales pueda concluirse, en el espíritu del optimismo metafísico leibniziano, que nada ocurrió en vano, que todo ocurrió, incluso lo que fue vivido como un mal (la tortura, incluso la muerte) a fin de que aparezca un bien más elevado, que en este caso es el bien representado por la democracia parlamentaria.
La ley del progreso global del género humano (que asumirán las izquierdas, secularizando la visión cristiana del Antiguo Régimen) exigirá, por su universalidad, que todo intervalo histórico, por insignificante, comparativamente, que pueda parecer a muchos, sea capaz de recibir una apropiada interpretación dramática –no trágica– dentro de la ley del progreso global, que actúa, por tanto, como una versión secularizada de la providencia medieval. Las izquierdas –las izquierdas poéticas, las que tejen Poemas históricos, incluso a escala microscópica– dejarán no sólo las tragedias, sino también las visiones que no reconocen las tragedias, pero tampoco los dramas históricos, a la derecha. La auténtica tragedia –y no drama– de las escenas recordadas por el mismo Francisco Palacios en el lugar citado:
«Recuerdo como a la aldea llegaban con alguna frecuencia grupos de guardias civiles, soldados y tal vez paisanos, que se acercaban a las casas, hacían preguntas, revisaban habitaciones, cuadras, pajares. Cualquier posible escondite. Las respuestas de los vecinos eran lacónicas y esquivas. Al marchar, surgían nombres y detalles. Y había temor por lo que pudiera pasar. Los guardias y los soldados regresaban al atardecer dispersos, y pasaban de largo. Nadie salía de sus casas. De vez en cuando corrían noticias sobre apresamientos y muertes. Y cuando bajaban 'los del monte' había de inmediato ostensibles movimientos de fuerzas y se producían detenciones, palizas, procesamientos: un excesivo y arbitrario despliegue represor. Así, una zozobra densa y silenciosa envolvía aquellos sucesos. Pero había que imponerse a tan cruda realidad.»
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