Me van a permitir que ésta sea una caverna diferente. Ustedes saben tan bien como yo, que siempre comienzo con aquello de …”Hasta mi caverna han llegado estos días los ecos de …” Pues esta vez no. Hasta mi caverna no ha llegado ningún eco sobresaliente sobre el fallecimiento de Ismael Gómez Honorio, persona para muchos casi anónima, pero para algunos personaje que con todo honor ha entrado en la leyenda por ser el hijo del famoso Bedoya, aquel mítico guerrillero antifranquista que junto a Juanín protagonizó la más épica de las historias de los maquis de la posguerra española.
La historia de Ismael, Maelín, se escribió desde su inicio con tintes de tragedia y sobresalto. Con cinco años tuvo que huir junto a su madre Leles a la lejana Argentina para evitar las represalias de la Guardia Civil por ser el hijo del joven emboscado, protagonista de mil y una aventuras, y acusado públicamente por el régimen de crímenes y asaltos por doquier. (Por cierto, nada más reparador para su persona y para la justicia histórica, que el magnífico libro de Antonio Brevers “Juanín y Bedoya: los últimos guerrilleros” que le restaura su perfil humano lleno de sensibilidad. Algo que la interesada prensa del momento se empeñó en adulterar).
Es pues la crónica de un obituario. El adiós de un ser entrañable. La tarde del veinticuatro de julio un mal injusto y cruel le empujó para siempre hacia otro lugar. Tuvo que ser en verano cuando el calor separa las cosas, las aleja y las arrastra. No hay necesidad de ser pintor para dibujar una sonrisa en un rostro triste, pero en mis ratos de ocio y con los pinceles de mi corazón, le pintaré con barba blanca y prominente calva; con su serenidad, con su aspecto afable y con kilos de bondad para dar y tomar. Su marcha nos empapado la emoción en agua, y con la angustia de su ausencia parece como que cuesta más respirar. Ismael corrió demasiado los últimos días para llegar primero a ese lugar donde las flores son de mil colores y los atardeceres rojos nos recuerdan que la vida no es más que un conjunto de tirones hacia delante y hacia atrás.
Desde hoy, Ismael dormirá cada noche encamado entre los helechos del Saja, en los abrigos rocosos de la Sierra del Escudo y tendrá su casa en el Monte Corona, junto a su padre y a Juanín. Por eso se dio tanta prisa en marchar. Fueron muchos años persiguiendo una historia que entre todos le ocultaron y que inexorablemente le devolvía a su niñez. Una historia que, su amigo Antonio Brevers (un hijo para él), le supo contar con el cariño de la mejor abuela, paso a paso y con mucha ternura. Una historia, la de su padre, que le encendía el brillo de los ojos con tanta fuerza que le hacía emocionarse con frecuencia y querer saber un poco más, para quererle un poco más cada día. Fueron muchos años sin tenerle y había que recuperar el tiempo perdido.
Cuando su padre fue abatido a tiros, como un animal, aquél dos de diciembre del cincuenta y siete en el monte Cerredo, le dejó marcado un rastro para reunirse con él, con su Maelín, y surcar juntos, algún día, todos los caminos sin tener que huir de nadie. Sólo por el puro placer de amanecer abrazados en cualquier altozano o sentarse a comer al lado de un río de aguas frías y cristalinas.
Dicen los ciervos de Palombera, los urogallos de Saja y las ardillas de Liébana que la sombra de Juanín y Bedoya sigue vagando por sus bosques día y noche. Que se dejan ver casi a diario entre hayedos y robledales, pero que un niño juguetea a su lado y que la mano del Bedoya aprieta fuerte la de un chavalín feliz.
Juanín y Bedoya nunca se fueron del todo, pero ahora ya son tres.
La historia de Ismael, Maelín, se escribió desde su inicio con tintes de tragedia y sobresalto. Con cinco años tuvo que huir junto a su madre Leles a la lejana Argentina para evitar las represalias de la Guardia Civil por ser el hijo del joven emboscado, protagonista de mil y una aventuras, y acusado públicamente por el régimen de crímenes y asaltos por doquier. (Por cierto, nada más reparador para su persona y para la justicia histórica, que el magnífico libro de Antonio Brevers “Juanín y Bedoya: los últimos guerrilleros” que le restaura su perfil humano lleno de sensibilidad. Algo que la interesada prensa del momento se empeñó en adulterar).
Es pues la crónica de un obituario. El adiós de un ser entrañable. La tarde del veinticuatro de julio un mal injusto y cruel le empujó para siempre hacia otro lugar. Tuvo que ser en verano cuando el calor separa las cosas, las aleja y las arrastra. No hay necesidad de ser pintor para dibujar una sonrisa en un rostro triste, pero en mis ratos de ocio y con los pinceles de mi corazón, le pintaré con barba blanca y prominente calva; con su serenidad, con su aspecto afable y con kilos de bondad para dar y tomar. Su marcha nos empapado la emoción en agua, y con la angustia de su ausencia parece como que cuesta más respirar. Ismael corrió demasiado los últimos días para llegar primero a ese lugar donde las flores son de mil colores y los atardeceres rojos nos recuerdan que la vida no es más que un conjunto de tirones hacia delante y hacia atrás.
Desde hoy, Ismael dormirá cada noche encamado entre los helechos del Saja, en los abrigos rocosos de la Sierra del Escudo y tendrá su casa en el Monte Corona, junto a su padre y a Juanín. Por eso se dio tanta prisa en marchar. Fueron muchos años persiguiendo una historia que entre todos le ocultaron y que inexorablemente le devolvía a su niñez. Una historia que, su amigo Antonio Brevers (un hijo para él), le supo contar con el cariño de la mejor abuela, paso a paso y con mucha ternura. Una historia, la de su padre, que le encendía el brillo de los ojos con tanta fuerza que le hacía emocionarse con frecuencia y querer saber un poco más, para quererle un poco más cada día. Fueron muchos años sin tenerle y había que recuperar el tiempo perdido.
Cuando su padre fue abatido a tiros, como un animal, aquél dos de diciembre del cincuenta y siete en el monte Cerredo, le dejó marcado un rastro para reunirse con él, con su Maelín, y surcar juntos, algún día, todos los caminos sin tener que huir de nadie. Sólo por el puro placer de amanecer abrazados en cualquier altozano o sentarse a comer al lado de un río de aguas frías y cristalinas.
Dicen los ciervos de Palombera, los urogallos de Saja y las ardillas de Liébana que la sombra de Juanín y Bedoya sigue vagando por sus bosques día y noche. Que se dejan ver casi a diario entre hayedos y robledales, pero que un niño juguetea a su lado y que la mano del Bedoya aprieta fuerte la de un chavalín feliz.
Juanín y Bedoya nunca se fueron del todo, pero ahora ya son tres.